viernes, 20 de mayo de 2011

Sagrados Corazones: Antonio Riaño


Fran Sanchez, Gloria Balbás



Estos días, en muchos colegios, parroquias y movimientos ciudadanos, la vida gira en torno a dos palabras, Manos Unidas. Dos palabras que encierran el compromiso de miles de personas del primer mundo por no dejar “al albur del viento”, como dijo el filósofo Raymond Casey, a miles de vidas de eso que llamamos, tercer mundo.
Pero el dinero recaudado, los actos, simbolismos y gestos son de poca ayuda, si no hay alguien, al otro lado de ese muro que hemos construido desde nuestro mundo desahogado, capaz de dinamizar las sociedades que se encuentran allí, capaz de aliviar sufrimientos, capaz de conectar nuestro mundo y el de ellos, que, desde luego, debería ser el de todos.



Y de eso también trata Manos Unidas. Del dinero que debe ir hacia allí, de la ayuda que precisan esas personas, de la conciencia que debemos desarrollar ante estas situaciones, y de los hombres y mujeres que hacen que nuestros pequeños esfuerzos aquí, se conviertan en grandes sueños allí. Uno de esos magos de lo humano, es Antonio Riaño, “el cura del Congo”, como dicen los más pequeños del Colegio La Paz de Torrelavega, el cura de Sagrados Corazones que presta imagen a la labor de la Congregación en esas tierras.
La última vez que pudimos charlar con él fue el pasado 29 de diciembre. Vino a nuestra ciudad en una estancia corta. Apenas unos días para reconfortarse entre sus compañeros de congregación, coger fuerzas, vivir la fe y la navidad en su comunidad y trasegar con Charo Bedia, la responsable de la ONG “Humanismo y Desarrollo”, la mujer que le ayuda desde aquí sin descanso. Han estado de gestiones y de tiendas en esos días. Ha comprado balones, ropa y más enseres para llevárselos de vuelta al Congo y poder repartirlos entre los habitantes de la pequeña región donde cumple con sus labores de misionero.
Pero en esos dias tuvo un hueco para nosotros. Charlamos largo durante una tarde completa. De él, de su fe, de su gente, de una vida para los demás y casi nada para si mismo.
Se han cumplido ya muchos años, desde que este cura castellano decidiese partir voluntario hacia el Congo, a continuar con la labor que sus compañeros de los Sagrados Corazones habían empezado hace siglo y medio, cuando Leopoldo II compró las tierras actualmente conocidas como el Congo, abriendo paso a los primeros misioneros de nuestra congregación.








Su labor allí consiste en mantener las escuelas primarias, secundarias y una de oficios, las cuales los misioneros que le precedieron crearon para la alfabetización de la población, no solo para ellos, sino también para enseñarles una labor que les pueda servir en un futuro en su región. No solo se encarga de eso si no también de su parroquia que “está hecha con postes y chapas de zinc” como nos contaba, una estructura que él, a pesar de su fragilidad, llama cariñosamente “mi catedral”. Se nota en su rostro y en su tono una cierta melancolía, un cierto cansancio que ni en un ápice proviene de su labor, de su gente, si no de la falta de cambios en nuestro mundo, del abandono hacia aquellas personas. Cansancio de una sociedad, la nuestra harta de todo, hasta de olvidar.
Su vida de fe, nos cuenta, esta muy lejos del Vaticano, hasta en las liturgias y los hábitos cotidianos. Pero muy cerca, “hombro con hombro”, en lo esencial, el mensaje que predican es exactamente el mismo: paz, amor fraternal y una vida siguiendo las enseñanzas del señor.

A pesar de la relación de “tira y afloja” como nos contaba, que existen entre la Iglesia y el estado del Congo, “la iglesia tiene bastante peso, y muchas de las obras que están en funcionamiento son gracias a la Iglesia: hospitales, escuelas, casas para los niños de la calle, etc.”

Como nos comentaba la relación que tienen entre caucásicos y congoleños, era muy diferente en cuanto a los caucásicos, dependiendo del idioma que hablasen, si era el francés, sabían que eran personas que iban a hacer negocio y que no se molestaban en aprender la lengua autóctona; entonces el trato es muy adulador. Mientras que los que hablan la lengua autóctona, saben que son misioneros y que de ellos pueden sacar algo, por lo tanto “aguantan nuestras manías”.

Según nos contaba, allí como están acostumbrados a vivir en la pobreza, hay muchas más vocación eclesiástica y de voluntariado, dado que la gente sabe como se vive, quieren arreglarlo y ayudar a los demás.

A pesar del paso del tiempo el Congo sigue siendo una región de costumbres, hasta el punto que al señor Riaño, le pidieron que no diera la comunión a una feligresa por el mero hecho de llevar pantalones, acto al cual el padre no le vio ningún sentido y se negó a cumplirlo.

Nada o poco nos comento de la situación política de la región, de la muerte que ronda en cada aldea, de los grupos lazados siempre en armas, de las luchas, ya casi sin causa, o con una causa tan lejana, que ni se recuerda. Nada nos hablo de los trapicheos de la política. Nada de odios, rencores y corruptelas. Solo nos quiso hablar de Dios, de hombres, de esperanza, de vidas aliviadas con su esfuerzo, con el nuestro, desde aquí, con el de todos. Porque, al igual que esta semana, aquel 29 de diciembre era la semana de Manos Unidas, como lo será la próxima, y la otra, y la otra...



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